Dicen que un niño pequeño quería ver a Dios. Sabia que era un viaje largo y duro y por eso metió en su mochila algunos pastelitos, refrescos, caramelos y ropa suficiente. Al entrar en el parque de juegos se encontró con una mujer anciana, sola, contemplando las palomas. Se sentó junto a ella, abrió su mochila y saco su merienda. Vio que la anciana parecía hambrienta, así que le ofreció un pastelito. Ella lo acepto y le regalo una maravillosa sonrisa. Como al niño le agrado esa expresión y quería verla sonreír de nuevo, le ofreció un refresco y el niño quedo encantado.
Allí estuvieron toda la tarde, comiendo y bebiendo, pero no se dijeron ni una sola palabra. Cuando oscureció, el niño se dio cuenta de lo tarde que era; se levanto, se despidió y le dio un abrazo de despedida y agradecimiento. Ella, después de abrazarlo, le regalo la sonrisa mas grande y bonita de su vida.
Cuando llego a casa, su madre notó el gesto inmensamente feliz de su hijo, y le pregunto:
-¿Qué hiciste hoy que te hizo tan feliz?
El niño contesto:
--¡Mami, hoy almorcé con Dios! – Y antes de que su madre añadiera algo le dijo: - ¿Y sabes?, tiene la sonrisa mas hermosa que he visto!
Mientras tanto la anciana, radiante de felicidad, regreso a su casa y su hijo sorprendido le pregunto:
-Mamá, ¿ que hiciste hoy que vienes tan contenta?
Ella respondió:
-¡Comí con Dios en el parque! ¿Y sabes? ¡Es mas joven de lo que yo pensaba!
¿Estamos listos para ver en nuestro prójimo más que a una persona?
¿Somos fuente de felicidad para los demás?
¿Podemos compartir las cosas, y sobre todo, el amor?
(“La culpa es de la Vaca” 2° parte/ pág. 73)